"Había tierra en ellos.
Y cavaban. (Paul Celan)"
Allí estaban.
Trabajando para enterrar la angustia.
El silencio. El desamparo.
La miseria y la ira.
No contaban con Dios. Ni con nadie.
Sabían que Él estaba
—y Él contemplaba—
pero a nadie oían, a nadie veían.
Solo dolor.
A ciegas. Como el gusano que roe y roe.
Laborando sin sentido.
Sin cesar. Sin futuro. Porque sí.
Inocentes. Esforzados. Cansados.
Transformándose en vacío
al toque de la angustia.
Pasaba el tiempo.
Las inclemencias.
Y no cejaban.
Cavando. Cavando.
Algo irracional les chorreaba los dedos.
La carne y los deseos se pudrían.
Y en el tiempo, hacia lo oscuro, lo frío.
Sin crear nada. Sin conseguir nada.
Solo oscuridad. Solo tierra húmeda.
Olor a soledad íntima. Y la voz muda.
Sin esperar nada.
Pero no estaban solos.
Otros ojos, otros huesos,
otras bocas, otras palas.
Estaban con otros.
Al levantar la mirada
veían espectros,
como ellos, como ellas.
Deshechos de carne y hueso.
Otras voces que miraban.
Ese era el verdadero sentido.
Era el consuelo de un pacto ancestral:
ese camino subterráneo que
los acercaba los unos a los otros.
Que los unía. Que los salvaba.
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