sábado, 12 de agosto de 2017

Oda a la humildad


¡Ay! Qué más quisiera yo ser sabio,
atrapar todo el tiempo
dentro de esta copa que es mi alma,
navegar orgulloso por eones,
sin rumbo, sin miedos,
conocer las respuestas
y la calma.

Qué más quisiera yo ser poeta,
deshacer la materia y el anhelo,
y crear nuevas voces, nuevos seres,
dibujar redondos mundos,
inventar nuevos deseos,
sentimientos y sentidos,
nuevos saberes.

¡Ay!, pero soy hombre.
Ínfimo me conozco
y reconozco hombre.
Hombre en la mirada del simple,
hombre en la sabiduría del necio,
hombre en la sonrisa del mediocre.
Al fin y al cabo, hombre

¡Ay, humildad de mis años!,
que escudriñas en mi cieno
más preciso, más secreto;
que me muestras quién soy
en el espejo de los ojos,
en la carne que es el tiempo;
que me juzgas con esa mirada distinta,
sin deseo;
que conmueves mis cimientos,
con esa sonrisa vacía,
y sin eco.

¡Ay, humildad que amenazas
mis castillos en el aire!
¡Cuánto dueles!
No eres, ni necedad ni desprecio,
sino el valor de lo propio,
que aunque pequeño, valioso.

A ser humilde de tierra y de agua,
a conocerme y conocerte, me debo,
a no saltar los límites del sendero,
a no ser vanidoso.

A ser de ellos.
No de mí.
De los otros.
De los últimos.

Y recoger los trozos de sus sombras,
las formas, lo auténtico, lo mínimo,
y aprender de los que buscan,
incansables en los libros y las ciencias,
el sentido último,
el deseo primero,
definitivamente,
la esencia.

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