¡Ay! Qué más quisiera yo ser sabio,
atrapar todo el tiempo
dentro de esta copa que es mi alma,
navegar orgulloso por eones,
sin rumbo, sin miedos,
conocer las respuestas
y la calma.
Qué más quisiera yo ser poeta,
deshacer la materia y el anhelo,
y crear nuevas voces, nuevos seres,
dibujar redondos mundos,
inventar nuevos deseos,
sentimientos y sentidos,
nuevos saberes.
¡Ay!, pero soy hombre.
Ínfimo me conozco
y reconozco hombre.
Hombre en la mirada del simple,
hombre en la sabiduría del necio,
hombre en la sonrisa del mediocre.
Al fin y al cabo, hombre
¡Ay, humildad de mis años!,
que escudriñas en mi cieno
más preciso, más secreto;
que me muestras quién soy
en el espejo de los ojos,
en la carne que es el tiempo;
que me juzgas con esa mirada distinta,
sin deseo;
que conmueves mis cimientos,
con esa sonrisa vacía,
y sin eco.
¡Ay, humildad que amenazas
mis castillos en el aire!
¡Cuánto dueles!
No eres, ni necedad ni desprecio,
sino el valor de lo propio,
que aunque pequeño, valioso.
A ser humilde de tierra y de agua,
a conocerme y conocerte, me debo,
a no saltar los límites del sendero,
a no ser vanidoso.
A ser de ellos.
No de mí.
De los otros.
De los últimos.
Y recoger los trozos de sus sombras,
las formas, lo auténtico, lo mínimo,
y aprender de los que buscan,
incansables en los libros y las ciencias,
el sentido último,
el deseo primero,
definitivamente,
la esencia.
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